Al despegarse del árbol tomó por la callejuela, que iba empinada y en tramos y hecha con baldosas rudas. Al rato, pasaban las mujeres; jóvenes y viejas eran iguales bajo los negros hábitos y la trenza que las partía por la mitad desde la nuca al ano. Vio que eran flacas como bien sabía. Con pechos gruesos, aunque no se veía. Algunas los llevaban sueltos y expuestos. Había tenido varias. Esta tarde iba de caza, también. Ellas, como siempre, no lo miraban. El sol estaba aún radioso. De pronto, una se perfiló en la altura, luego se puso de frente y empezó a bajar. Él empezó a esperarla. Como si hubiese salido a esperar a Una. Cuando Una estuvo más cerca, se encandiló. Se dijo: quiero atrapar a Una. Ella pasó delante de él y para mejor vio que bajo el pollerón negro, relampagueaba una enagua de papel rosado. Los vuelos de la enagua hacían un bisbiseo, un susurro. Como si la enagua fuera el diablo. -Una -le dijo- Venga a mí, con