David*
Tengo nueve días para escribir un poema que dure novecientos noventa y nueve mil años. Lo cierto, es que no podré. La poesía es como arrojar piedras a la nave espacial donde está Dios. Y eso, no es sencillo. He pensado, por ejemplo, iniciar hablando sobre Jesucristo extraviado en las calles de Nueva York, pero al llegar al punto en el que el Nazareno entra a un banco y cambia la redención de los hombres por 58 dólares, me quedaría sin tema, y me vería forzada a inventarme un combate a muerte entre el mesías y Spiderman. Pensé, también, en escribir que escribía, pero ya lo habían hecho. Finalmente, decidí olvidar todo esto y hablarles de mí, Rebeca Rojas, a su servicio: Nací el 34 de enero de 1755. Nací con el cuerpo tatuado de espejo y una corona de raíces. Recuerdo mi infancia. Me paraba junto al río a que el agua mojara mi sombra. Las tardes, entre blancas y azules como los caballos descendían con un suave galope de cristal entre los montes. En aquellas horas del día procurab