David*



Tengo nueve días para escribir un poema que dure novecientos noventa y nueve mil años. Lo cierto, es que no podré. La poesía es como arrojar piedras a la nave espacial donde está Dios. Y eso, no es sencillo. He pensado, por ejemplo, iniciar hablando sobre Jesucristo extraviado en las calles de Nueva York, pero al llegar al punto en el que el Nazareno entra a un banco y cambia la redención de los hombres por 58 dólares, me quedaría sin tema, y me vería forzada a inventarme un combate a muerte entre el mesías y Spiderman. Pensé, también, en escribir que escribía, pero ya lo habían hecho. Finalmente, decidí olvidar todo esto y hablarles de mí, Rebeca Rojas, a su servicio:

Nací el 34 de enero de 1755. Nací con el cuerpo tatuado de espejo y una corona de raíces. Recuerdo mi infancia. Me paraba junto al río a que el agua mojara mi sombra. Las tardes, entre blancas y azules como los caballos descendían con un suave galope de cristal entre los montes. En aquellas horas del día procuraba no mirar fijamente las crines ardientes del ocaso, sino hundir mis dedos en su espeso cabello de sol. Era feliz. Aún no conocía la escritura de las aves, pero sabía que trataban de contarme algo. Tenía 74 amigos, todos con el mismo nombre. Escribían poemas en el cuerpo de los venados y luego los montaban por todo el bosque.

(…)

Conocí a Emilio mientras grafitaba la estatua de la Libertad y yo vagaba encima de un dinosaurio. Me enseñó que el tiempo era un invento de los reptiles del futuro (…) Noté que mis amigas danzaban en secreto para la luna. Noté que cantaban a los árboles y a los ríos. Cantaban y agitaban las manos entre las estrellas. Una de ellas trazó con el dedo los diagramas de los astros. Otra empezó a repetirse por todo el edificio. Arrojaron máquinas de coser toda la noche, hasta que la noche se volvió un jardín cósmico de tela. Escribieron sobre sus ataúdes la borrachera de los dioses jóvenes.

(…)

Yo estaba llorando sobre un campo de orquídeas junto a las pirámides cuando la conocí. Su nombre es Frida (…) Tenía una constelación de lunares en el lado izquierdo de la cara, que cambiaban de lugar según la hora del día (…) Creció soñando que las estatuas también tenían pulso. Su nombre es Frida, pero qué nube cabizbaja y tierna no lo sabe (…) Quise tomarla de la mano, pero el peso de mi sombra me avergonzaba. Nací el 34 de mayo de 1297. Mi ocupación era construir planetas con canicas, lumbre y arena. Crecí con las manos ardiendo en sueño. Con los siglos descubrí que la literatura es esculpir la eternidad sobre un trozo de hielo. Hablé con un ángel de petróleo sobre las cuatro palomas entorno a la luna y de la condición bicardiaca del cielo. Trescientos años después salí del mar y le dije a Frida que mi libro favorito eran sus manos dándole nueva forma al mundo (...)


* David Meza es mexicano, tiene 19 años y muchas canas en su cabeza. Vive en la zona norte del Distrito federal en una casa transparente que es pura ventana. En la entrada hay un letrero que Frida grita sin mover la boca: DELIRIO, me cuenta que dice mientras asesino a quien desacraliza.

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