Zaza, Amie de Simone de Beauvoir

Durante todos estos meses me ha acompañado esta lectura. Los fragmentos que escogí para copiar acá hablan de Elizabeth Mabille: Zaza, pero podría citar cualquier otra página y encontrar algo preclaro; se me viene a la cabeza esa palabra para definir este libro. Un libro de memorias preclaro. Es muy buena también  esa otra palabra del título: memorias, sus memorias como si el aparataje de retención operara distinto una y otra vez.

Cuando no quiero hace nada, me estiro en la cama a leer estas memorias y retengo retenciones ajenas. Y su memoria hace andar la mía como un engranaje de la historia social. Cuando quiero hacerlo todo, también me lanzo a la cama a devorar el lenguaje de aquella a la que hubiera invitado, como en La invitada, a vivir la autenticidad.



   

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Con Zaza  teníamos conversaciones verdaderas, como de noche papá con mamá. Conversábamos de nuestros estudios, de nuestras lecturas, de nuestras compañeras, de lo que conocíamos del mundo; no de nosotras mismas. Nunca nuestras conversaciones tomaban un cariz confidencial. No nos permitíamos ninguna familiaridad. Nos llamábamos de “usted” ceremoniosamente, y salvo por correspondencia nunca nos dábamos un beso.

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La vivacidad y la independencia de Zaza me subyugaban.

No me di cuenta en seguida del lugar que esa amistad ocupaba en mi vida; no era mucho más sutil que en mi primera infancia para designar con un nombre lo que ocurría en mí. Me habían enseñado  a confundir lo que debe ser con lo que es: no examinaba lo que se ocultaba bajo la convención de las palabras. Se daba por sentado que sentía un tierno afecto por toda mi familia, incluso por mis primos más lejanos. A mis padres, a mi hermana, los quería: esa palabra lo cubría todo. Los matices de mis sentimientos, sus fluctuaciones, no tenían derecho a existir. Zaza era mi mejor amiga; no había nada más que decir. En un corazón bien ordenado, la amistad ocupa un lugar honorable, pero no tiene ni el brillo del misterioso amor, ni la dignidad sagrada de las ternuras filiales. Yo no ponía en tela de juicio esa jerarquía.

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Ese año, como los demás años, el mes de octubre me trajo la alegre fiebre de la iniciación de las clases. Los libros nuevos crujían entre los dedos, olían bien; sentada en el sillón de cuero, me embriagaba con promesas de porvenir.

Ninguna promesa se cumplió. Reencontré en los jardines del Luxembourg el olor y los tonos rojizos del otoño; ya no me conmovían; el azul del cielo se había empañado. Las clases me aburrieron; aprendía mis lecciones, hacía mis deberes sin alegría, y empujaba con indiferencia la puerta del colegio Désir. Era mi pasado que resucitaba y, sin embargo, no lo reconocía: había perdido todo su colorido; mis días ya no tenían gusto. Todo me era dado y mis manos permanecían vacías. Caminaba por el boulevard Raspail junto a mamá y me preguntaba de pronto con angustia: “¿Qué ocurre? ¿Es esto mi vida? ¿No es más que esto? ¿Seguirá esto siempre así?”. Ante la idea de enhebrar sin fin semanas, meses, años que ninguna espera, ninguna promesa iluminarían, mi respiración  se detuvo: parecía que, sin previo aviso, el mundo hubiera muerto. Tampoco sabía cómo nombrar ese desamparo.

Durante diez o quince días seguí viviendo las horas, los días con dejadez. Una tarde me estaba desvistiendo en el vestuario del instituto, cuando apareció Zaza. Nos pusimos a hablar, a contar, a comentar; las palabras se precipitaban sobre mis labios y en mi pecho giraban mil soles; en un deslumbramiento de alegría me dije: “¡Era a ella a quien echaba de menos!”. Era tan radical mi ignorancia de las verdaderas aventuras del corazón que no había pensado en decirme: “Sufro por su ausencia”. Necesitaba su presencia para comprender la necesidad que tenía de ella. Fue una evidencia fulgurante (…)

Pocos días más tarde llegué al colegio antes de hora y miré con una especie de estupor el asiento de Zaza: “¿Si no se sentara nunca más en él, si muriese, qué sería de mí?”. Y de nuevo una evidencia me fulminó: “Ya no puedo vivir sin ella”. Era un poco aterrador: ella iba, venía, lejos de mí y toda mi dicha, mi existencia misma descansaban entre sus manos. Imaginé que la señorita Gontran iba a entrar barriendo el piso con su larga falda y nos diría: “Orad, hijas mías: vuestra compañerita, Élizabeth Mabille, anoche ha vuelto al seno del señor”. Bueno, me dije, moriré inmediatamente. Me deslizaría de mi asiento y caería al suelo, expirante. Esa solución me tranquilizó. No creía en serio que una gracia divina me quitase la vida, pero tampoco temía realmente la muerte de Zaza. Había llegado hasta confesarme la dependencia en la que me sumía mi afecto por ella: no me atrevía a afrontar todas las consecuencias.

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No pretendía que Zaza tuviera por mí un sentimiento tan definitivo: me bastaba ser su compañera preferida. La admiración que sentía por ella no me disminuía a mis propios ojos. El amor no es envidia. No concebía nada mejor en el mundo que ser yo misma y querer a Zaza.

De Memorias de una joven formal, Simone de Beauvoir (1959)


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