El bosque (capítulo de la visión)

(...)pero también sé que los escenarios son intercambiables 
    y que 
    todo espacio 
    no es más que un tablero de juego 
    en el que dos dados nunca dejan de caer.

Saeki se despierta sobre una superficie húmeda. Abre los ojos, pero no consigue ver nada, la luz lo empapa todo. La temperatura es tibia y huele intensamente pero tampoco es capaz de reconocer de qué se trata. Al levantarse los dedos se le hunden, la superficie no es compacta, la tierra está en granos ásperos que se le pegan con facilidad a la piel.
Los ojos comienzan a acostumbrarse a la intensidad de la luz y pronto puede ver delante de sí un estanque gigantesco de agua azul que emite pequeñas olas espumosas. Ninguna la alcanza, pero en pocos segundos y a punta de arañazos retrocede a la velocidad del miedo.

Cuando se voltea para ver qué tan lejos está, ya todo se ha apagado, como si alguien hubiera bajado de pronto todas las cortinas de la Tierra. La temperatura baja y Saeki siente frío, quiere encontrar algo con qué cubrirse. Lleva solo un vestido celeste que no le alcanza siquiera las rodillas y nada en los pies. No sabe a dónde ir, el paisaje extendido le parece inacabable, totalmente ajeno -y lejano- como el fin del mundo.

Había pensado que se encontraba sola, que en ese espacio no podía caber nadie más. Que la extrañeza, ese sentimiento que había comenzado a experimentar hace tan poco, no era posible de compartir. Pero se equivocaba. Sin saber de dónde ni cómo, tres sujetos con la mirada perdida y los cuerpos levemente curvados han aparecido en el lugar. Saeki imagina que son tres palos de hueso firme a los que la piel se les cae como esperma derritiéndose.

Los hombres de pronto se contornean y estiran desacordes, pero ella sabe que eso forma parte de la maniobra. Se doblan a destiempo en este lugar sin tiempo y eso convierte su danza en algo imposible.

Saeki se percibe a sí misma como una lagartija. Sus extremidades están paralizadas y su cuerpo se apoya en la punta de cada una de ellas, oblicuamente, sobre una gran roca frente a los hombres.

Llevan la cara pintada de blanco, pero no pueden disimular las enormes arrugas de sus caras, los cuellos parecen paños arremangados y los brazos desnudos a ratos se les confunden con el paisaje gris. Sus cuerpos son totalmente flácidos y los pocos atuendos que visten están roídos. Pareciera ser que en cualquier momento comenzarán a gemir, a llorar a gritos, pero sus muecas macabras no concuerdan con el tiempo de la Saeki. Cualquier sonido se perdería en el tránsito hacia ella. Cualquier cosa se extravía con facilidad aquí, solo el mar parece en su lugar, pero Saeki aún no sabe que esto es el mar.


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