El bosque (fragmento)

    
                                                                
No dudo que los árboles en un bosque son una pieza fundamental, que es el conjunto de ellos y no otra cosa, lo que finalmente constituye uno. Pero también sé que los escenarios son intercambiables y que todo espacio no es más que un tablero de juego en el que dos dados nunca dejan de caer.

Los dados a veces los lanza una mano ajena y a veces somos nosotros los que los echan a rodar. Muy a menudo sucede así, pero existe una tercera posibilidad y es que ellos vengan rodando independientes de un jugador, que una resolución llegue de pronto y que uno se vea obligado a avanzar aún desconociendo el juego.

Este bosque carecía de juego. No se sabe con certeza que tan inmenso fue aquel pasado sin azar. Aquel tiempo en que las acciones se realizaban de manera automática, en que para realizar las labores diarias y relacionarse con los demás, la comunidad funcionaba instintivamente y cada acción se realizaba tras un impulso certero que llevaba a hacerla. Ese tiempo, como no, en que nadie se equivocaba, pero tampoco nadie acertaba.

***

Los personajes aquí son Tamura y Saeki, sí, tienen los mismos nombres de los protagonistas de la novela de Murakami y la verdad es que se parecen muchísimo a ellos también, pero eso no importa, si al final todos nos parecemos un poco.

Ambos tienen 19 años. Es la edad que habían tenido siempre, aunque sin sospecharlo siquiera. Cuando empezaron a jugar los días comenzaron verdaderamente a correr y sus cuerpos a sostener el peso del tiempo. Tampoco existían los recuerdos propios, solo una especie de pasado en común, por lo que la memoria era objetivamente colectiva.

Saeki sin embargo, la señorita Saeki, en aquel día, vivió dos experiencias extraordinarias: a la joven se le pasaron por la mente imágenes de un lugar distinto al bosque, un lugar extrañísimo, que la desconcertó enormemente. La segunda experiencia del día fue recordarlo. Saeki ya no vio en su cabeza este paisaje distinto, pero lo recordó, lo recordó varias veces durante el día y con ello una serie de cambios provocó en su entorno.

Alguna cosa muy importante debía estar pasando pensó Tamura cuando confesó que él no había tenido esa visión y que mucho menos había recordado algo. Él no recordaba nada. Y al parecer nadie del bosque.

***

Saeki se levantaba de madrugada, entre las cinco o seis de la mañana dependiendo de la estación. Lo importante era que aún no amaneciera. Se levantaba para caminar por el bosque y para inspeccionar los objetos bajo esa otra luz que el amanecer imprime en las cosas. La vida en sombra aún, sin saturación, sin grandes sonidos, casi intacta.

Cabe decir que el recorrido no la hacía sentir mejor. El recorrido, la caminata, era simplemente eso: una caminata. Un pie, el otro pie y los brazos en coordinación. El paisaje no lucía mejor en ese tono gris-azul, pero su organismo necesitaba de lo que acontecía en el regreso de tales paseos. De vuelta a casa comenzaba a aclarar, amanecía y para ese acontecimiento debía caminar casi una hora todos los días. Para que la alcanzara justo a unos metros de su puerta, un poco exhausta, un poco oscura, un poco abierta a la calidez del día.

Así, cargada como iba, atravesaba uno a uno los umbrales de las salas de su casa hasta llegar a la habitación que compartía con Tamura. Allí, aún dormido pero sabiendo que esperaba a su compañera, Tamura se movía hacia una orilla de la cama, sin abrir jamás los ojos, para que Saeki despojada de su vestido lo alcanzara con sus brazos, vientre y piernas, para que lo envolviera como el día.

A Kafka Tamura lo envolvía el exterior en movimiento, el olor a bosque, sin embargo sus sentidos no podían enfocarse en ello. Él recibía a Saeki como quien enciende una luz para poder seguir leyendo, como una obviedad y sin ningún sentimiento de gratitud, como diciendo “así son las cosas”.

Tardaba mucho en reaccionar, así debía ser. Saeki le mordía la nuca y le besaba la espalda, mientras con los brazos lo rozaba despacio hasta llegar a su sexo y comenzar a frotarlo. En este acto Tamura se despertaba y se ponía de pie sin un rastro de sueño, regenerado. Ambos, llenos de vida se acercaban, se reconocían y volvían a la cama.

La habitación permanecía con las cortinas cerradas, por lo que la penumbra se prolongaba y también el silencio, pues aún habiendo amanecido, a las siete de la mañana se acostumbraba a dormir. En el bosque la gente dormía mucho, muchísimo.

Ya en la cama, Saeki y Tamura se daban unos golpecitos mutuamente en los brazos, muslos y traseros hasta dejarlos a una temperatura apropiada para el sexo. El pene de Tamura se hinchaba rápidamente tras golpear a la mujer, entonces Saeki se arrodillaba y en penumbras buscaba a tientas algún bulto ardiente que echarse a la boca. Tamura no podía verla, pero podía ver como sus labios se encendían y se teñían de un rojo que le alumbraba tenuemente los ojos.

Los ojos de Saeki estaban casi siempre cerrados, acaso estuviera dormida cada vez que se dejaba penetrar. Cada vez que se iba de frente contra la pared mientras un brazo de Tamura le apretaba los senos y su pene se internaba lentamente en su húmeda cavidad. Un sexo de lo más habitual: automático y desprovisto de imaginación.

Fue en plena mañana de sexo espectral cuando Saeki tuvo la visión. Más tarde, mientras cenaban la recordaría, pero fue con el sexo de Tamura entre sus piernas, que ella pudo ver ese espectáculo desconocido en su cabeza.

Agua, mucha agua -le relataba a Tamura- mucha agua junta viniendo hacía mí, pero luego retrocediendo. Agua azul oscuro y que sonaba fuerte, porque era mucha Tamura, mucha y no acababa…

Cuando Saeki evocaba la imagen se turbaba y parecía envejecer en cada minuto de conversación que se le dedicara al tema. Su cuerpo apretado y caliente se volvía flácido. Pequeñas arrugas aparecían en su cuello y se quedaba inmóvil y seca en un rincón de la pieza como una vieja estrella de mar.

Tamura por su parte, era incapaz de mantenerse al margen y en lugar de seguir funcionando como quien no ha presentado anomalías, experimentaba sensaciones desconocidas y su cerebro parecía tener funciones que nunca antes habían sido utilizadas. Tamura quedaba agotado cada vez que Saeki se ponía así y ambos no eran capaces de levantarse de la cama en varios días, porque tras la visión venía el recuerdo de ella, la curiosidad, la angustia y la locura.

***

Toda la ropa de Tamura está en la gama del verde. La mía en la del azul, incluyendo el blanco y el negro.
Mi visión jamás fue como se ha contado. Es cierto que veía el mar, es cierto que lo veía mientras Tamura y yo teníamos sexo, pero nunca quedamos paralizados ante aquello ni experimentamos turbación alguna: Tamura y yo nos moríamos.

Pudieron ser seis o siete veces las que morimos.

***

En la memoria de cada uno de nosotros había un bosque.

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