Las venas del desierto

Una mujer blanquísima debe atravesar un terreno enorme para volver a su casa. Es un terreno desierto, como una cancha de fútbol sin pasto, con la tierra dura y el polvo fino. El sol está arriba, inclinándose a lo que en este momento es su derecha. Son las ocho de la tarde y el sol parece la furia de alguien. La mujer se siente bajo la lupa de algún niño de los que cuida, allá, en esa casa de regadores automáticos y en donde hasta las flores deben obedecer.

La mujer blanquísima tiene en las piernas numerosas líneas azules que se ramifican. En los párpados también se le dibujan rocíos de finísimas venas rosadas. Cada día que atraviesa la cancha,  más blanca llega a casa, no hay pista de pieles coloradas. El sudor se le aloja en las ojeras y por el reverso de las rodillas. No pareciera a simple vista que viene caminando desde el otro lado del terreno. Son las ocho de la tarde y una luz naranja atraviesa con menor o mayor rabia cada una de las cosas. Pero ella es un cuerpo pálido, ya lo he dicho, y la detonante de este relato.

Hoy se ha venido abstraída como de costumbre y el calor lo trae por dentro. Se ha venido pensando en la nieve. No en la nieve como un poco de hielo granizado, sino en el paisaje de la nieve, en montañas cubiertas, en pinos alineados, en el frío misterio de la nieve. La nieve se guarda los secretos -va pensando- y uno piensa en ellos mientras camina, quiere saber, conocer el misterio, pero basta llegar a casa, interrumpir la cocina o los dormitorios para ser asaltado por una estampida de saludos que le dan un barrido a la mente interrogante.

Ella tiene sus estrategias para sobrevivir y ejercita con avidez la imaginación. Sin embargo no pretende que al llegar a la que es su casa, algo de esto ocurra, sabe bien que la madera guarda el calor y que persistirá hasta la noche. Que su cocina está junto a la cama y que solo hay agua de diez a doce y de seis a ocho de la tarde, pero que los niños le llenan bidones para que cuando llegue pueda cocinarles algo y lavarse las manos.

No sabe, sin embargo, que hoy el calor ha sobrepasado los treinta y nueve  grados y  no se han aguantado, que no han podido pensar en la nieve un solo minuto, que los consejos de mamá no sirven, que el sol si no nos carcome, nos cuece,  le dice uno de los niños al otro mientras suelta el agua sobre sus cabezas, mientras le deja caer un balde por la espalda, mientras se estiran en el barro guardando los últimos instantes de frescura antes de que todo se evapore.


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