Hierba, cicatriz, espeso - Laia López Manrique
The opposite of death is desire
Tennessee Williams
Asta Nielsen en Hamlet (1921) Dir. Svend Gade
Dime si tienes hambre
o tienes sed, si has cubierto tus necesidades básicas por hoy, si
crees que va a llover en el patio que hay detrás de la habitación
cerrada. Estás sol(…), como un perro, como Kafka dijo que murió
Joseph K. “como un perro”, te gusta recordar ese sintagma porque
quisieras morir como Joseph K., “como un perro”, lo repites en
silencio mientras piensas en Kafka con su cuerpo endeble y subrogado,
un cuerpo que no es casi cuerpo sino una suma de ristras enfermizas,
restos de tejido adiposo y fibra rota a hilachas. Así imaginas a
Kafka, un compuesto de tiras y lenguaje, junto a la ventana, mientras
te pregunto por la posibilidad de lluvia. “¿Y qué llevas
puesto?”, esa clase de preguntas serían demasiado fáciles, no es
eso lo que quiero saber realmente, ni lo que tú me quieres
contestar. Vamos, la lluvia podría amainar pero mi voz no, no podría
dejarte, estás sujet(…) a esta voz para que se realice la
operación por la cual serás transferid(…) a algún lugar más
allá de la conciencia de tus límites. Y si algo es cierto es que
quieres abandonar el contorno, caer fuera de ti y del archivo
macerado de tus huesos, tu carne, tus órganos formados en sus
distintas inflexiones. Dices que tienes sueño pero no te creo,
aunque bosteces, aunque te lances hacia atrás en la silla: son solo
las cuatro de la tarde, has dejado que esta voz entre, y eso
significa que necesitas estar pendiente de alguien, bajo el control
de alguien, a su merced. Estarás despiert(…) aunque finjas estar
adormecid(…), aunque te ordene que cierres la persiana y te tiendas
en el suelo boca abajo con los labios besando las baldosas y abraces
sus junturas y cierres muy fuerte los párpados. Lo estás haciendo.
Sientes el frío del suelo como una punción placentera. Ahora te
digo: eres un esqueje, has de hincarte en la tierra, agujerearla para
volver a ella.
Y tú me crees.
Con las manos tocas el suelo como si
pudieras abrirlo: lo estás abriendo, estás entrando en el
pavimento. Debajo de las baldosas hay polvo pero no temes tragarlo,
te cubres con él, lo extiendes sobre ti y te das lentamente, con
esfuerzo, la vuelta. Ahora que te he sembrado en el suelo, dentro de
la tierra, en el rellano de tu habitación oscura, abres los ojos
hacia arriba y sueltas el aliento una vez, otra vez, otra vez y otra.
Si respiras más rápido empezarán a rodearte las zarzas, y no hay
nada que desees más que el roce de sus brotes, huraños y rasposos,
contra tus piernas. Por eso respiras y respiras agitadamente, y en
cada soplo avanza el follaje hasta que las zarzas circundan por
completo tu cuerpo y, como plantas trepadoras, ascienden a lo largo
de las extremidades y te atan hostilmente a la tierra. Así,
amarrad(…)de pies y manos por las zarzas, acariciad(…)por ellas,
inmóvil, empiezas a recordar aquella escena de la película que
Coppola hizo a partir del Drácula de
Bram Stoker en que Keanu Reeves era asediado por tres vampiras encima
de una enorme cama. Eran bellas, ¿verdad?, con los colmillos largos,
los pechos turgentes y el ansia de la sangre asomando en la mirada.
Pero tú no, tú no vas a ser Keanu Reeves, ni las vampiras que lo
rodean y le muerden, no vas a conocer el paroxismo, sino la
tentativa, el conato: el placer inconcluso.
Tras las zarzas no vendrá ningún
cuerpo, recuérdalo: estás sol(…), “como un perro”,
indeclinablemente, sin otra compañía que la de esta voz que te
cerca y te sitúa. Las plantas te presionan muy fuerte las muñecas y
yo te pido que se lo agradezcas. Di “gracias” porque hay algo que
te retiene y te agarra y te impide moverte. “Gracias”. Con
serenidad y con firmeza. Más alto. Y ahora, más flojo. Sigue
diciéndolo. “Gracias” Mirando hacia las zarzas. Sacudiendo el
polvo de tus ojos. No te detengas. “Gracias por haberme hecho
tirarme al suelo, gracias por haberme amarrado.” “Gracias por
reducirme a ser un esqueje.” Nunca olvides que los esquejes son
útiles para producir raíces, para hacer que se multipliquen las
ramas. No necesitas otro cuerpo. Tú mism(…), aquí, podrás
elevarte, podrás dividirte y fructificar. Ya sabes cómo funciona.
Con tu materia seca y maltratada, como un mamífero que fue una vez
furiosamente atacado por las pulgas y viste desde ahí sus
cicatrices. Ah, la sequedad. La severa naturaleza de lo enjuto.
Cuánto te gusta y cuánto te disgusta al mismo tiempo. Fronteriz(…)
como eres, y manchad(…), todavía querrías volver a tocar lo vivo.
Lo sé porque lo he leído en todos y cada uno de los movimientos
tímidos, irresolutos que has hecho al ejecutar mis peticiones.
Siempre hay la expectativa de que la puerta se abra. De que la voz
deje de ser una entelequia vaporosa y tome piel y relieve, se lance
sobre ti y te arranque la ropa. ¿Pero por qué debería suceder eso?
Te he dicho que admitas la isolación del injerto, el tallo
jactancioso que por sí solo puede hacer crecer algo. No de la nada.
Sino de algo, de su propio cuerpo. Sí. Microscópica y
macroscópicamente. Visible e invisible.
Probablemente hayas
visto alguna vez el dibujo Mon coeur
pleure d’autrefois de Fernand Khnopff.
Alguna vez ese dibujo cubrió la portada de un libro de poemas.
Recuérdalo atentamente. En él, una joven besa su reflejo en un
espejo redondo de apariencia fantasma, que está, a su vez, diluido
en un paisaje. El espejo recoge, además de la imagen de la chica, un
fondo punteado y oscuro. Imagina que ese fondo soy yo. Tú eres
apenas, ahora, el reflejo de la muchacha: medio rostro, en pleno
proceso de concentración, dispuesto solamente a la tarea del beso.
Piensa en el tacto imposible que demanda esa imagen, en su patente
deseo de atravesar el cristal y tomar la superficie, la boca que es
su trasunto. ¿No te parece más entregado al acto el reflejo que su
dueña? Pues tú eres el reflejo, eres lo que queda atrapado. En
cuanto al personaje real, más vale que lo olvides. Ahora no está
aquí. Te exijo que lo separes de ti. Es verdad: quien mira el cuadro
ve que del cuello de la chica se puede saltar hacia el puente, y del
puente hacia el interior hueco de los edificios que la pintura
insinúa. Pero tú no puedes. Porque estás encerrad(…) en el
interior del espejo, y no ves nada más allá de ti. Flotante y
condenad(…), “como un perro”, en ese acto de amor solícito que
se concede sin poder alcanzar al otro, ni mirar siquiera lo que te
queda alrededor. No preguntes por qué, ni maldigas. Pregunta más
bien por qué no. El reflejo es hermoso y es único. Vive en un
espacio, y eso no es poco. Lo único que necesita para existir es
inclinación, perspectiva. ¿Acaso no es suficiente? Sabes que lo es.
En salpicadura y en fusión consigo mismo, con sus devaneos y sus
bisagras. Nunca se apaga: es imperecedero. La viva imagen del deseo,
congelada en un plano.
Estoy de acuerdo contigo en que
este ejercicio ha sido duro. Lo concedo. Por eso, me voy a permitir
una pequeña debilidad: te confieso que llevo toda mi vida en lucha
contra la idea del otro. No soporto al objeto; lo quiero desplazado,
siniestro, al margen, lejano. Por eso te estoy castigando en estas
escenas sucesivas, te estoy llevando al borde de su ausencia. Sin
embargo, lo sé, no te molestes en decirlo: por negación o por
omisión, el otro sigue existiendo, te atreverías a decir que
incluso con más peso que aceptando que está presente. Lo sé, y,
sin embargo, no eres tú quien habla en esta historia: soy yo. Por
eso me he dado permiso para tratar de borrarlo y si ahora te contara
una pequeña historia acerca de alguien que salió de casa una noche
para encontrar al viento, ¿qué dirías? Pues verás, escúchame.
Alguien salió de su
casa una noche para encontrar el viento. Recordó a Guy de Maupassant
en El horla.
Recordó a David Bowie con su voz categórica cantando Wild
is the wind. Se recordó a sí mism(…) en
pleno invierno, en el bosque, con el pelo revuelto girando hacia
ambos lados, y una mano que estrechaba la suya con fuerza. ¿Una
mano? ¿No sería más bien una garra?, se preguntó mientras cruzaba
el primer semáforo, sonriendo.
Ese alguien había sido, en otro
tiempo, expert(…) en cruzar los semáforos tambaleándose. A
ciegas. Solía hacerlo porque era usual que se marease al intuir o
sentir aproximarse a otras personas, a las que llamaba, comúnmente,
“la turba”, para reducir lo múltiple a una sola, y segura,
unidad. Por eso, acostumbraba a salir por la noche, cuando el peligro
no iba asociado a la multitud sino a la sombra. Como Robin Vote
en Nightwood. Porque de noche los otros no existen más
que a retazos; de pronto se oyen cúmulos de pasos que se acercan y
gritos de cinco o seis que se pierden al doblar una esquina, como un
resto de sonido escapando de una cajita hermética. Y eso, desde
luego, no es nada en comparación con el asalto de lo desconocido
bajo el sol, que puede ser inesperadamente aberrante.
Si a ese alguien le gustaba la
noche es porque durante años le fue dado el don de ocultarse tras la
maleza y observar. No temía nada de esa maraña inexacta que se abre
paso tras las ramas, al contrario que muchos de sus semejantes. El
riesgo de la transfiguración era acogido por ese alguien con un gran
entusiasmo. A veces, paseando por las calles de su ciudad, se sentía
como Dorian Gray atravesando los tugurios londinenses en busca del
pecado. Y pensaba en el pecado, pero no había pecado alguno. El alma
de ese alguien no estaba garabateada y sucia, como la de Dorian; era
neutra, batiente, como una puerta dentro de cuyo revestimiento de
madera latiese un minúsculo corazón púrpura.
Pues bien, caminaba, caminaba con
los pies enfundados en unos zapatos ¿viejos?, ¿sucios? o flamantes,
pisaba el suelo con firmeza porque creía que se había citado con el
viento, a quien aún no había tenido el privilegio de conocer.
¿Sería el viento o el señor o la señora de los vientos? No lo
sabía. Pero iba a encontrarse con él al borde del mar, en un
espigón de la playa donde solían sentarse los amantes o la gente
sola, como ese alguien, a vaciar la mente escuchando los ecos del
oleaje.
Dirás ahora que mi voz ha
cambiado, que de pronto es tierna y porosa, ¿no es así? Una voz
sensible, más sensible a los matices, una voz que se conduce y no te
dirige. Está bien, puede que tengas razón. Si confías en mí tal
vez olvides el resto: esqueje, reflejo, presa de las zarzas. Salvo
que todo acabe teniendo un engarce y, una vez trabado, yo te
abandone. ¿Lo temes? Todo puede suceder. Continúo.
Ese alguien llegó al espigón y
detuvo sus pasos. Eran más de las doce, más de la una. Ya no había
nadie allí; quedaban, más lejos, algunas personas rezagadas en la
playa. Se sentó en el suelo, tiznándose de arena, y miró hacia
arriba, por inercia, aunque sabía que el viento viene de todas
partes. “Espera”, pensaba, con una sensación dulce en la lengua,
como un ligero sabor a amontillado. La noche estaba calmada. Nada se
movía; el agua corría en flujos armónicos, sin tropezar. Ese
alguien se entretuvo persiguiendo las costuras de la ropa que había
decidido vestir para su cita. Una ropa sobria, quizás definitiva.
¿Definitiva para qué? Para su encuentro, al que había destinado
las fantasías de los últimos tiempos.
Porque ese alguien deseaba al
viento. Su roce impersonal, un poco frío. Su modo de empujar los
cuerpos y las telas, los objetos. Había imaginado cada sacudida, en
una especie de viaje tumultuoso en el cual ese alguien, como una
marioneta suspendida de los hilos, sería arrastrad (…), llevad (…)
a algún lugar y a otro lugar, al fin. Al fin.
Parecía hermoso, ¿verdad? Aunque
se tratara de un atentado contra la lógica. Si el viento hubiera
llegado en ese momento, como si el viento pudiera llegar, ese alguien
hubiera, sin duda, recordado los versos de Pessoa, es decir, de
Alberto Caeiro: “solo por oír pasar el viento vale la pena haber
nacido”. Tan leve. Tan piadoso. Un silbido cristalino, silbido de
los cristales chocando con el propio cuerpo, la propia ¿alma?
avellanada.
Pero el viento…¿llegó o no
llegó? Debió llegar, aun en su forma simulada, falsa, compasiva. La
forma en que las cosas se disfrazan para calmar la angustia de quien
espera. Y ese alguien esperaba, esperaba. Con los versos de Caeiro,
es decir, de Pessoa, preparados en la memoria. En el espigón,
restringid(…) y livian(…), sin oponer resistencia, “como un
perro”, exactamente igual que un perro, como murió Joseph K. Como
tú querrías morir. Descampad(…) ya, ese alguien, clavándose en
el suelo, percibía, muy despacio, cómo empezaba a soltarse, cómo y
por qué, en su plácida crueldad, desaparece el mundo.
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