Leila sobre Hebe


Hay una cámara que muestra esta imagen: una habitación oscura, una luz cenital y, debajo de la luz, una mujer sentada en una silla de madera. Lleva el pelo corto, pantalones de tela, una camiseta blanca, las manos sobre las rodillas. Con  voz modulada y monótona, la mujer dice: “Tengo muy pocos principios o convicciones firmes. Pero sí creo en que debemos tratar bien a los que tenemos cerca y en que todas las personas tienen derecho a momentos de placer, alegría o como se llame”.
La cámara  no se mueve.
La mujer no parpadea.
La escena no existe.
Existen la mujer, la voz, el texto escrito por ella y, en el hipotético comienzo de un hipotético documental sobre su vida, la escena podría ser una declaración de principios de ese estado de discreción benévola en el que vive y bajo el que crujen las capas tectónicas de la tragedia humana. Porque –si observan con cuidado- la palabra “placer” y la palabra “alegría” están deliberadamente desamparadas bajo la lluvia ácida del “como se llame”, de forma tal que queda claro que la mujer sabe que el placer o la alegría son escurridizos, fugitivos o escasos; y porque –si lo piensan bien- elegir, de entre todos los principios o convicciones posibles, ese derecho humilde a un poco de placer, a un poco de alegría, es como decir señores, esto es cruel, y habrá dolor, así que intentemos ser un poco más buenos.

(…)

En la adolescencia me transformé en tímida. Dejé de ir a fiestas. Mandaba telegramas, ponía “Feliz cumpleaños” y me echaba en la cama a llorar.

Se vestía de negro, se lavaba con jabón de la ropa en un ejercicio de ascetismo que se inventó después de escuchar que “a los  tímidos los vomita el Espíritu Santo”


-En la escuela no le hablaba a mi compañera de banco. La despreciaba porque era burra. En quinto preguntaron: “¿Qué quieren ser?”. Y yo dije: “Nada. Nada quiero, nada”. Y me llevaron al gabinete de psicología.

de Plano americano, Leila Guerriero




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